Queridos hermanos y hermanas:
Este es, el mensaje de la Pascua cristiana, la Buena Noticia que la Iglesia viene proclamando desde hace veinte siglos; desde aquella mañana del primer día de la semana en que Pedro y Juan encuentran vacío el sepulcro de Jesús; desde aquella madrugada en que las piadosas mujeres que van a embalsamar su cadáver, reciben del ángel este mensaje alentador: “No está aquí. Ha resucitado”.
Esta es la gran noticia que la Iglesia tiene el deber de anunciar al mundo en esta mañana de Pascua. Esta es la magnífica noticia que cambia el curso de la historia porque significa que la vida ha triunfado sobre la muerte, la justicia sobre la iniquidad, el amor sobre el odio, el bien sobre el mal, la alegría sobre el abatimiento, la felicidad sobre el dolor, y la bienaventuranza sobre la maldición, y todo ello porque Cristo ha resucitado.
La resurrección del Señor es la obra maestra de la Trinidad Santa, “la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, -como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica- creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, predicada por los Apóstoles como parte esencial del Misterio Pascual, transmitida como fundamental por la Tradición y abiertamente afirmada en los documentos del Nuevo Testamento”. Sin la resurrección, Jesús sería el mayor impostor de la historia de la humanidad y el cristianismo el más burdo fraude cometido jamás. La resurrección es el sello de garantía de la persona, la obra y la doctrina de Jesús. Para nosotros es un manantial inagotable de seguridad y confianza. Gracias a la resurrección del Señor sabemos que nuestra fe no es una quimera y que el objeto de nuestro amor no es un fantasma, sino una persona viva, que está sentada a la derecha de Dios.
La consecuencia más importante de la resurrección del Señor es nuestra futura resurrección. Si Jesús ha resucitado, también nosotros resucitaremos. El Catecismo nos dice que después de su muerte, el Señor bajó al seno de Abrahán para liberar a los justos anteriores a Él y abrirles las puertas del cielo. Ojalá que en esta Pascua, al mismo tiempo que sentimos muy a lo vivo la alegría inmensa que brota de la resurrección del Señor, experimentemos también intensamente la emoción que nace espontánea de la aceptación de esta verdad original del cristianismo: somos ciudadanos del cielo, al que estamos llamados y cuyas puertas nos ha abierto el Señor en su resurrección de entre los muertos.
La liturgia de estos días nos invita a sacar las consecuencias que la resurrección del Señor entraña para nuestra vida cristiana: Ya que habéis resucitado con Cristo, – nos dice san Pablo- buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra.
La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo, de paz y fortaleza ante las dificultades, ante el sufrimiento físico o moral, cuando surgen las contrariedades, los problemas familiares, profesionales o económicos, cuando a nosotros o a nuestros seres queridos nos visita el dolor o la enfermedad. La esperanza en la resurrección es además fuente de sentido en nuestro devenir. Un cristiano no puede vivir como aquel que ni cree ni espera, o en el mejor de los casos cree que después de la muerte sólo existe la nada. Porque Cristo ha resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo y con los Santos.
Esta perspectiva que es fruto de la Pascua, debe marcar, determinar y configurar nuestro presente, nuestra forma de pensar y nuestro modo de vivir, sabiendo que somos peregrinos, que no tenemos aquí una ciudad estable y permanente, pues nuestra verdadera patria es el cielo. La perspectiva de la resurrección define e ilumina nuestra vida, la nutre y llena de esperanza y alegría. De todo ello se privan quienes no creen en la resurrección y en la vida eterna, artículo capital de nuestra fe.
Aspiremos a los bienes de arriba y no a los de la tierra, vivamos ya desde ahora el estilo de vida del cielo, el estilo de vida de los resucitados, es decir, una vida de piedad sincera, alimentada en la oración, en la escucha de la Palabra, en la recepción de los sacramentos, singularmente la penitencia y la eucaristía, y en la vivencia gozosa de la presencia de Dios; una vida alejada del pecado, de la impureza, del egoísmo y de la mentira; una vida pacífica, honrada, austera, sobria, fraterna, edificada sobre la justicia, la misericordia, el perdón, el espíritu de servicio y la generosidad; una vida, en fin, asentada en la alegría y en el gozo de sabernos en las manos de nuestro Padre Dios y, por ello, libres ya del temor a la muerte.
Este es mi deseo para todos los diocesanos en esta Pascua. Un abrazo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla